domingo, 4 de agosto de 2013

Lacrimógeno fin de viaje

Esta mañana escribo mi última entrada desde el bullicioso aeropuerto de Ámsterdam. Mis amigos hacen escala en Roma, y dentro de un buen rato nos veremos en Madrid. Todos estamos ya de nuevo en Occidente. En la Cristiandad, que decían antes. Hemos hecho como tres o cuatro veces el camino que tuvo que recorrer Ulises tras la Guerra de Troya. Por suerte, en nuestra Odisea no ha habido ni sirenas, ni dioses vengativos, ni Polifemo alguno.

Estamos muy cansados, eso sí. La última noche, -ayer-, la pasamos en vela, repartida entre algún bar de Estambul y un breve tránsito por el aeropuerto. 

Lo bueno de viajar tan sumamente deshecho es que los trayectos en avión se te pasan volando (nunca mejor dicho): llegas a tu asiento en Estambul, desenchufas el coco antes siquiera de despegar, y abres el ojo en Europa, como si te hubieras teletransportado. Eso sí, generalmente te despiertas con dolor de cuello y babica en las comisuras.

Ayer, vistos los monumentos obligados, el día transcurrió entre paseos, compras varias, unos cuantos tés y algo de acción al caer la tarde. Nos alojábamos cerca de la ya famosa plaza de Taksim, junto a la torre Gálata, en un barrio empinado cuyo ambiente y aspecto recuerdan mucho a Malasaña. Y donde precisamente ayer hubo jaleo:

http://www.latercera.com/noticia/mundo/2013/08/678-536150-9-policia-turca-vuelve-a-reprimir-violentamente-protestas-en-plaza-taksim.shtml

Desde el hace un par de meses, en esta plaza, su aledaño parque Gezi, y alrededores, se vienen sucediendo diversos disturbios que han ocasionado miles de heridos y cinco muertos en todo el país. Todo comenzó por la decisión del islamista Gobierno de Erdogan de destruir la plaza y el parque mencionados -históricos escenarios de las demandas ciudadanas- para construir en su lugar un enorme centro comercial.


Así pues, el 27 y 29 de mayo, miles de jóvenes, en una suerte de movimiento indignado como el que se dio en nuestro país hace tres años, salieron a la calle para protestar pacíficamente por la polémica decisión. Ante la brutal represión de las autoridades, criticada duramente por la Comisión Europea, y buen reflejo de las maneras del primer ministro, las protestas para salvar la plaza se convirtieron en un grito en contra de su autoritarismo, de la falta de democracia en Turquía, y de las numerosas violaciones de los derechos humanos que son registradas cada año por organismos oficiales internacionales.


Pronto, el movimiento ciudadano se expandió por todo el país, incluida la capital Ankara, y Erdogan no se despeinó un pelo al ordenar que el jaleo fuese disuelto frenéticamente a palos, chorros de agua a presión, gas lacrimógeno y pimienta, y bolazos de los que van a dar. Hace unas semanas relajó tímidamente la fuerza represiva, -o aparentó hacerlo- ante las protestas de la comunidad internacional, pero los detenidos se cuentan por miles.

Y así siguen. Cada cierto tiempo hay alboroto, la policía toma el barrio, cierra los accesos a la plaza y reparte leña en Taksim.

El caso es que ayer nos topamos de lleno con la movida mientras caminábamos por una populosa avenida peatonal que desemboca en la emblemática plaza.

Lo curioso fue que eran muy pocos los metros que separaban el enfrentamiento de policías y manifestantes, de la vida cotidiana de vendedores callejeros, tiendas de ropa y terrazas. Éstos seguían con sus quehaceres mundanos hasta que la masa de gente y agentes antidisturbios se les venía literalmente encima y tenían que echar el cierre o pirarse un rato. Violencia y paz. Revolución y normalidad. Como siempre, las dos caras de Estambul.


Nosotros, por nuestra parte, tuvimos que correr. Vimos arder basura y a encapuchados arrojar botellas. La tanqueta de agua a presión nos pasó cerquita, igual que los policías en formación hoplita, y los restos del gas lacrimógeno lanzado contra los indignados hicieron que nosotros y media calle nos pegásemos llorando y tosiendo un buen rato. 


Nada que no se solucionase saliendo por patas, doblando una esquina y tomando un buen té en compañía de Franki y Aldara, con quienes volvimos a reunirnos antes del adiós definitivo. Mientras en la calle principal se daban estopa y se sucedían más carreras que en la Estafeta, a pocos metros, en un callejón perpendicular, nosotros nos comportábamos como los estambulitas: hacer como si nada y jugar tranquilamente al backgammon a la espera de que amainase la tormenta.


Y así fue, pasado un tiempo pudimos por fin llegar a la plaza, entre los restos humeantes de la batalla, con algunos jóvenes esposados a ambos lados de la calle. La descubrimos absolutamente vacía de gente, salvo por decenas de antidisturbios. Formaban un cordón policial del que sólo se zafó un niño pequeño distraido al que poco le importaba, porque aún no tiene el gusto, lo que tenga que decir la autoridad. Me gustó hacer esa foto.


Sin embargo, sin un solo ciudadano dando vidilla a la plaza, la verdad es que esta era una sosez birriosa. Ayer ganó Erdogan.

Fue una experiencia más en un país que nos ha deparado muchas y muy diversas. Historia, paisajes inolvidables, y gentes abiertas, amigables, mediterráneas, y no muy diferentes a nosotros. Un país que conocí en enero brevemente durante una escala desde África, y que me propuse descubrir junto a mis amigos. 

Descubierto está, y con muy buen balance, especialmente en lo relativo a la compañía. Mario, Janfri, Edu, gracias por hacerme un hueco en vuestros macutos.


En todos los viajes que hago con mis compadres, hacia el final siempre salen propuestas para próximos destinos. Ahora toca recuperar fuerzas, pero pronto pondremos la brújula encima de la mesa. Por lo que se va comentando, creo que en próximas odiseas seguiremos tomando rumbo Este. Mucho más al Este...

Allí nos vemos.

viernes, 2 de agosto de 2013

El soldado Armstrong y el soldado Himmet

Anthony Armstrong y Emir Himmet son dos soldados de infantería, de 21 y 25 años respectivamente, uno australiano, el otro turco, que pudieron haberse matado el uno al otro. No sé si fue así, pero en 1915 murieron cerca de donde están ahora sepultados. 

Al poco de caer en combate, sus cuerpos fueron malamente enterrados o directamente se pudrieron al sol. Sin embargo, tuvieron una suerte de la que muchos de sus camaradas carecieron: sus restos mortales fueron recuperados y pudieron ser asociados a un nombre.
 

Ahora tienen una lápida -con cruz grabada uno y media luna el otro- y descansan junto a cientos de compañeros en una bonita colina que se inclina hacia el luminoso azul del mar Egeo. 

Cuando los he visto, a ellos y a otros miles como ellos, me han asaltado pensamientos un poco raros. Viéndolos reducidos a unas pequeñas lápidas muy similares entre sí, no he podido evitar pensar en si uno y otro se llegaron a ver las caras y, sobre todo, si realmente querían matarse.

De lo que sí estoy seguro es de que nunca supieron ni Armstrong, ni su enemigo Himmet, quién ganó la batalla que les costó la vida. Y mucho menos cómo acabó la guerra. La verdad es que no creo que ahora, cuando no queda ni el polvo de sus uniformes, la Historia, con mayúsculas, tenga mucha importancia para ellos, ya que a su historia particular le puso punto y final una bala, un trozo de metralla o la disentería.


La batalla de Galípoli fue uno de los mayores fracasos de la Armada Imperial Británica y sus aliados franceses. Fueron los turcos quienes ganaron aquel episodio, triste consuelo ante su posterior derrota final en la guerra. 

La memoria histórica permanece muy viva en ambos bandos y a aquellos muertos se les honra anualmente y se les recuerda con pulcros cementerios y enormes monumentos.

Fracasada la intentona de una conquista del estrecho puramente naval, debido a que las aguas de los Dardanelos estaban infestadas de minas acuáticas y a tiro fácil desde las baterías turcas de ambos lados del canal, las fuerzas aliadas decidieron desembarcar en varias playas de la Península de Galípoli. Creían que tomarla por tierra y asegurar así el estrecho de los Dardanelos iba a ser pan comido.


Pero se equivocaban. Aparte de enviar tropas entusiastas pero inexpertas de la ANZAC (Australia and New Zeland Army Corps), los mandos mandaron a varias unidades a las playas equivocadas, y éstas se encontraron ante sí colinas y montañas demasiado abruptas para tomarlas en un golpe de mano y coronadas por los certeros francotiradores turcos.

Además, la tardanza en desembarcar, y la indecisión previa de los mandos aliados, había permitido a los otomanos atrincherarse en montes y barrancos y levantar fortificaciones casi inexpugnables.

Así, lo que iba a ser un paseo militar se convirtió enseguida en una guerra de trincheras. Esto es: vivir como ratas en la tierra, esperar semanas, avanzar un día y retroceder al siguiente, en una escabechina diaria para ambos ejércitos.

Los muertos pronto se contaban por miles, las incursiones de uno y otro bando eran suicidios en masa en los que -en el mejor de los casos- se lograba conquistar una decena de metros que luego se perdían de igual forma. Al constante tableteo de las ametralladoras y los fusiles, se unieron las enfermedades provocadas por la mala alimentación, la falta de recursos sanitarios y los miles de cadáveres corrompiéndose en tierra de nadie, que en ocasiones no llegó a los diez metros de ancho. 


Los soldados convivían con el horror de los muertos, que con el paso del tiempo, atrajeron una plaga de moscas pertubadora y ponzoñosa.

Las imágenes heroicas y los relatos de gloria que la propaganda militar exportaba al otro lado del canal en el caso de los turcos, o al culo del mundo en el de los Australianos, en el frente no eran sino dantescas visiones de compañeros caídos, enredados en las alambradas o en la maleza, hechos papilla, hediondos, y llenos de bichos.

Después de nueve meses de batalla y casi 45.000 muertos, los aliados fueron evacuados habiendo conquistado míseras porciones de terreno. El invicto Imperio británico se fue con el rabo entre las piernas y el máximo promotor de la campaña, el ministro de la Marina, Winston Churchill, tuvo que pirarse por la puerta de atrás y dimitir. Con los años, su figura daría un vuelco como es sabido, pero esa es otra historia.

En las filas turcas, en cambio, y pese al elevado número de almas perdidas (cerca de 87.000), comenzó a sonar con entusiasmo el nombre de un teniente coronel que había dirigido brillantemente las operaciones de defensa. Se llamaba Mustafá Kemal.

Para quien no lo sepa, Kemal fue menos de una década después el líder que llevó a Turquía a la independencia como estado moderno. Desmanteló el islámico Imperio Otomano, modernizó la economía del país, lo occidentalizó, prohibió el fez, la poligamia, instauró el turco como idioma oficial desterrando el árabe, adaptó los calendarios al gregoriano, hizo de la nueva República un estado laico, alentó la  igualdad de la mujer, vistió a los turcos de europeos, les obligó a ponerse apellidos... Y murió un año antes de empezar la Segunda Guerra Mundial, (en la que Turquía no entró) adorado como un Dios y con el sobrenombre de Atatürk, "padre de los turcos".

Esa adoración sigue presente 75 años después de su muerte. En ningún país de los que he visitado, he visto un culto al líder tan extendido, repetido y -lo más importante- asumido por la sociedad civil, como en Turquía. Ni en China, ni en Jordania, ni en Cuba con el Ché, ni en ningún sitio.

Hemos visto la cara de Atatürk en mil poses diferentes, de joven, de adulto, de viejo. Con gorro turco, con chistera, de uniforme militar, en el parlamento, en el frente, a pie, a caballo. En forma de souvenir, imán, llavero o mechero. 

El busto o la estatua de Kemal preside todas las plazas, todos los parques, los paseos marítimos, algunas montañas. Las principales infraestructuras, aeropuertos, estaciones de autobús, colegios, hospitales... Llevan su nombre. 


Esta mañana he visto tres monumentales estatuas -¡tres!- en menos de 100 metros a la redonda en la ciudad de Eceabat. Cualquier tetería, tienda de colmados, banco, agencia de viajes o barco, exhibe su retrato colgado. Es más, su imagen ha sido exhibida por los jóvenes manifestantes en la plaza Takzim de Estambul recientemente, lo que no ha impedido que las autoridades les partiesen la crisma de mil sutiles maneras.

Desde hace tiempo, tengo una broma con Edu. Cada vez que veo una estatua o graffiti de Atartük, le pregunto: "¿Quién será ese?", a lo que Edu acostumbra a responder con disparates varios: "Manolo Escobar", "Zapatero", "Sancho el Fuerte"...

Pero no es la figura de este señor, al que muy pocos osan cuestionar, un tema con el que se pueda bromear demasiado. Ofender su memoria es un delito penado, y en youtube hay muchos vídeos censurados por criticar su autoritarismo y sus abusos hacia el pueblo kurdo, o por insinuar que alcohólico y homosexual.

Escribo todo esto de regreso a Estambul, donde me esperan mis amigos. El día ha sido una sobredosis de Historia y me tenía que desquitar. Esta mañana, antes de ver las playas del desembarco, las trincheras y los cementerios, he visitado un museo militar que gestiona la armada turca. 

Me ha vendido la entrada un marinero aburrido que me ha hecho la guía a bordo de uno de los acorazados que defendían el estrecho en 1915. Después del barco he entrado al museo, que se encuentra en el interior de un fuerte edificado por Solimán hace quinientos cincuenta años. 

Era temprano, las nueve y media de la mañana, y no había nadie en el lugar salvo yo. He podido ver las diferentes armas de la Primera Guerra Mundial: máusers, ametralladoras, bayonetas, balas que chocaron en el aire, pesadas minas subacuáticas, piezas de artillería, cañones, uniformes y otros pertrechos.

Acabada la planta baja, he subido por unas escaleras de hierro al segundo piso. En el oscuro altillo del pétreo fuerte, habían dispuesto la recreación de la vida en las trincheras de Galípoli: sacos terreros, fusiles, madera y maniquíes ataviados con los uniformes de la época. Sólo faltaba el ruido de los disparos.

Lo extraño era que únicamente estaban encendidas las tenues luces de emergencia, que sumían a la escena en una penumbra un poco siniestra. En estas andaba, cuando me acerco a una de las trincheras turcas y observo a los soldados sin vida en sus quehaceres en el frente. Uno limpia su bayoneta, otro apunta hacia la posición enemiga, otro observa a través de los prismáticos, y un oficial inexpresivo parece dar órdenes a nadie desde el puesto de mando. 

Y justo a un metro y medio de mis pies, recostado en el suelo del parapeto, un quinto soldado. Lo miro despreocupadamente y de repente se mueve, da un respingo y se yergue azorado, como si hubiese aparecido a pasar revista el mismísimo Atatürk. 

El susto ha sido mayúsculo, pero también lo ha sido la risa al comprobar que era un pobre marinero como el de la entrada. Éste se encontraba de guardia en el intransitado museo, y le he despertado de una siesta mañanera. Al pobre infeliz lo habían vestido de uniforme caqui, igual que a los maniquíes, con gorro y polainas incluidas. He optado por retirarme enseguida y dejarle descansar de tanto combate.

Poco después, mientras cruzaba el estrecho en ferry, he conocido a una anciana inglesa afincada en Grecia. Hemos hablado de la situación en el país heleno y en España. Luego me ha preguntado si me gustaba viajar y al saber que sí, me ha dado la dirección web de su hijo, -que tiene un club de viajeros que comparten experiencias-, instándome a que me haga socio.

Al decirle que era profesor, ella me ha contado que también lo fue en Londres, en la universidad. Estudió Historia Militar, por lo que su visita a Galípoli tenía mucho sentido. Antes de que se lo preguntara, la buena mujer se ha apresurado a explicarme el porqué: "Estudié Historia Militar porque odio las guerras. Hay que profundizar en ellas para intentar entender el porqué". 

Al decir "el porqué", no hablaba la señora de las causas históricas de una contienda. Hablaba de un "Why?" mucho más profundo, casi existencial. Aquel que busca explicar esa naturaleza tan antinatural del ser humano, la que le ha movido siempre a cargarse al prójimo, sea en Galípoli, Troya, Teruel, Stalingrado, o Siria. 

Rumbo al campo de batalla, buscaba la buena mujer (sin éxito) encontrar la solución al enigma. "¿Por qué?", ¿Por qué habían de clavarse una bayoneta en el vientre dos jóvenes nacidos uno en cada punto de la Tierra? ¿Por qué no les permitieron conocerse en algún viaje, en algún lugar y circunstancia diferente? Lejos del olor a pólvora y a muerto. Lejos de las órdenes anónimas de hacerse picadillo mutuamente.

Desgraciadamente no la hay, pero estoy seguro de que una respuesta a esas preguntas permitiría a los soldados Armstrong y Himmet descansar juntos y definitivamente en paz. Mucho más que los mausoleos, los grandes lemas, los homenajes, y las banderas.

jueves, 1 de agosto de 2013

Juegos de guerra

Mis amigos han llegado ya a la meta. Desde esta noche disfrutan de las callejuelas de Estambul mientras yo apuro un té en una terracita de la ciudad de Çanakkale, mucho más al Sur, a las puertas del estrecho de los Dardanelos. Es una ciudad bulliciosa, viva, llena de estudiantes, con mucho ambiente, un paseo marítimo muy agradable y una puesta de sol deliciosa. Sin embargo, mis compadres no habían estado nunca en la antigua Bizancio, y frente a ella, les parecía prescindible la visita del lugar donde me encuentro. Lógico.


Durante los últimos dos días de viaje juntos, la tónica ha sido la habitual: grandes pechadas de autobús, algún baño en la mar, y anécdotas divertidas con las personas de una zona, esta de Tracia, muy alejada del turismo que encontramos Capadocia o Fethiye.

Hace tiempo que no vemos extranjeros y ayer, en una chiva que nos llevaba entre pedregales hasta un ferry que debíamos tomar, hice de improvisado revisor, cobrando el billete a todo quisqui. El motivo era que el minibús iba atestado y a mí me había tocado viajar de pie casi encima de la palanca de cambios del chófer, a quien pasaba yo las monedas de los pasajeros cada vez que subía uno al vehículo.

Por otra parte, no será fácil de olvidar la escena del desquite de Alfredo con las apuestas. Esta mañana, me ofreció las cien liras que se ganó hace tres jornadas por meter la cara en un postre repugnante y denso, y me vi obligado a fabricarme -y tragar- un repugnante bocado a base de yema de huevo reseca, miel y pepino revenido. El caso es que he recuperado la panoja.


Lo del pepino tiene guasa, porque lo encontramos en la gastronomía turca más incluso que el cordero. En todos los desayunos incluyen este fruto de la huerta, también presente en almuerzos, comidas y cenas. Todos los días nos tragamos unas buenas raciones de pepináceo de buena mañana. Por supuesto, nos pegamos el resto del día repitiendo, y ya hay alguno de nosotros que lo aborrecerá hasta dentro de un buen tiempo.

El de la cena que acabo de despachar lo he dejado en el plato, ya que, entre las especias, la cebolla y la carne de Kebab, en mi estómago a empezado una cruenta batalla que no sé a ciencia cierta cómo acabará. Precisamente, de batallitas quería hablar hoy, que para eso me he venido hasta aquí.

Acabo de visitar una réplica del caballo de Troya, cuyas exiguas ruinas se encuentran a escasos kilómetros del lugar donde me hallo. Este caballo concretamente es el que fue utilizado en la célebre película "Troya". Gracias a él, Brad Pitt y compañía se colaron de tapadillo tras los muros de la ciudad y pasaron a cuchillo a los pobres súbditos del rey Príamo. Espero no haber fastidiado a nadie el final de la peli. Y si es así, que hubiera leído antes a Homero.


Quizás menos famosa, pero igual de cruenta, fue la Batalla de Galípoli. Con ese nombre la conocen en Australia y Nueva Zelanda. Los ingleses la recuerdan como Campaña de los Dardanelos, mientras que para los turcos es la Batalla de Çanakkale. Estoy a quince minutos en ferry del escenario de la contienda, en el lado asiático de una de la fronteras marítimas entre Europa y Asia. Este estrecho se llama de los Dardanelos y separa el Egeo del pequeño mar de Marmara, cuyas olas, mucho más al Norte, rompen en las rocas de Estambul.

Históricamente, cualquier armada que quiso conquistar Constantinopla, supo que la llave para hacerlo era este brazo de mar. Así lo creía firmemente el que fuera ministro de Marina británico Winston Churchill.

Es por ello que en la primavera de 1915, apenas un año después del comienzo de la Primera Guerra Mundial, Churchill decidió atacar a los otomanos donde más les podía doler. Estratégicamente, además de facilitar la conquista naval de Estambul (entonces aún Constantinopla), tomar el control del estrecho permitiría a anglosajones y franceses abrir una brecha de abastecimientos para su decrépita aliada rusa a través de los Dardanelos, Marmara, el Bósforo y el mar Negro. La todavía Rusia de los Zares, por aquel entonces, se defendía malamente, -con escaso armamento y baja moral-, del hostigamiento implacable de las potencias centrales de Europa.


Dispuestas las fichas sobre la mesa, el Imperio Británico y los gabachos desembarcaron, con miles de turcos fuertemente armados esperándoles en sus trincheras y fortificaciones. Así comenzó la partida en la península que sirve de entrada al estrecho: Galípoli.

En todo eso pensaba ayer mientras jugaba al backgammon con mis amigos. Es este un juego de estrategia donde los rivales han de medir muy bien sus acciones y pensar en las futuras consecuencias que estas pueden traer consigo. 

Así por ejemplo, alguien puede optar por desprotejer sus fichas para obligar al contrario a hacer lo mismo y entablar una batalla con los dados como artillería. Otras veces conviene cerrar las puertas de acceso del enemigo, otras atacar y comerte a todos los soldados contrarios que puedas, otras esperar pacientemente a que estos se confíen, como en Troya... 

Imagino que en esas cábalas estarían Churchill y los almirantes de uno y otro bando hace casi cien años: calculando movimientos, desembarcos, posiciones defensivas, estimando el coste de bajas de cada una de las acciones, intentando anticiparse al enemigo...

La triste diferencia con este milenario juego, como muy bien denuncia la gran película de Stanley Kubrik "Senderos de Gloria", es que, por aquel entonces, lo que se disponía en el tablero eran seres humanos.


No sé si existen las guerras justas, aunque siempre me ha resultado difícil creer en tal concepto. De lo que sí estoy seguro, es de que no hay nada peor que alguien con responsabilidad sobre vidas humanas jugando desde un despacho con fichas que, aunque a veces cueste recordarlo, tienen alma.


Así pues, mañana visitaré el inmenso backgammon que resultó ser la península de Galípolli. Ahora la contemplo al otro lado del estrecho, tomando una cerveza y viendo pescar a viejos que nacieron años después de la batalla.

Pese a que la artillería dejó de retumbar hace casi un siglo, en la península aún permanece el testimonio mudo de las trincheras. Y las osamentas de los miles de soldados de uno y otro ejército que perecieron en ellas reposan en inmensos cementerios militares. 

Quién y cómo ganó la partida, y cuales fueron las consecuencias históricas, lo contaré en el próximo capítulo. Pero será sobre el terreno, después de comprobar "in situ" el elevado precio que pagaron sus jugadores.


martes, 30 de julio de 2013

De ruina a ruina

Se lo montaban bien los grecorromanos. Desde niño siempre me llamó la atención que una civilización tan avanzada, tan luminosa, se perdiese como lágrimas en la lluvia con el advenimiento de las oscuridades medievales. Es curioso cómo el hombre suele dar al traste con lo que hace bien de una manera tan rotunda y aparentemente inevitable.

Éfeso fue una próspera ciudad que a lo largo de su historia fue ateniense, espartana, persa y romana. Por sus calles holgazanearon ricos patricios, sangraron las huestes de Alejandro Magno y el rey Jerjes, y rezaron a los dioses personajes ilustres como Marco Aurelio o las hermanas de Cleopatra.


Era una ciudad rica, culta y populosa, con una biblioteca que poco tenía que envidiar a la de Alejandría, y un templo -el de Artemisa- que engrosó la selecta lista de las siete maravillas del mundo antiguo. 

Con el cristianismo, llegaron personajes importantes como Pablo de Tarso (que escribió sus cartas a los Efesios) e incluso una humilde capilla católica atestigua el paso de la madre de Jesús y de San Juan por aquí. Pudimos ver la casa donde supuestamente vivió sus últimos años y murió la Virgen María.

Pero el Imperio Romano degeneró, sus dirigentes se fueron corrompiendo poco a poco y las rivalidades acabaron fragmentándolo en dos. Con el paso de los años, el río revuelto fue aprovechado por los pescadores godos, que llegaron, invadieron, "godieron" de lo lindo y -fieles a su estilo- no dejaron piedra sobre piedra. Aquello sí que eran crisis. Hoy sólo quedan ruinas, bien conservadas, pero ruinas después de todo.


Es curioso pasear por el ágora o el teatro e imaginar a aquellas gentes en sus quehaceres cotidianos. Tan cotidianos como sentarse en las letrinas públicas, donde los ciudadanos se aliviaban codo con codo comentando los chascarrillos de la ciudad o "making business".

La verdad es que nuestro guía era bastante justo en cuanto a explicaciones y dicción. Es por ello que hemos optado por informarnos a través de la guía impresa y -en mi caso- por ausentarme a ratos para garabatear en mi cuaderno de viaje a alguna musa o diosa esculpida en los capiteles corintios.

El calor era sofocante y la verdad es que estábamos con una tontería encima, fruto del cansancio acumulado, que nos ha tenido haciendo el chorra una buena parte de la mañana. Yo me he ataviado con mi turbante, ese que me acompaña desde el viaje a Marruecos y Edu, a la pregunta del guía sobre su oficio, ha optado por inventarse que trabajaba en un zoo alimentando a los leones. Curiosa la cara de póquer del personal.

Después de ver la ciudad, nos hemos acercado a una fábrica de alfombras donde nos han mostrado el proceso de elaboración de la seda y el complicado tejido de las telas. Pena no ser ricos, porque la verdad es que eran una gozada.

Los precios desorbitados nos han recordado que, pese a nuestro carácter ahorrativo, este viaje también se está desorbitando poco a poco. Es por ello que hemos acordado soltar un poco el acelerador hasta el final del viaje. Esto implica: comidas de supermercado, más tés y menos cervezas, y una noche o dos de pernocta en alguna playa recogida.

El resto de la jornada ha transcurrido en una inactividad propia de los decadentes romanos, aunque nos hemos concedido un paseo por el pueblo de Selçuk, el menos turístico que hemos visto hasta hoy. 

Caminamos ahora después de jugar unas partidas de ajedrez y backgammon con té y shisha de manzana y de cenar por cuatro perras en un tugurio en el que -¡bendición!- ni el mesonero ni los parroquianos sabían ni papa de inglés. De hecho, a petición de Edu, para pedirle que en las viandas no incluyeran carne de cordero -la cual meten hasta en la sopa- he tenido que dibujar un borrego y una ternera en un papel, tachando el primero y redondeando la segunda.

Mañana tiramos de nuevo al mar, a una isla llamada Bozcaada, donde esperamos recuperar fuerzas y gastar poco.


Lo más seguro es que dividamos luego al grupo, del que me descolgaré con la intención de visitar la península de Gallipoli, escenario de una célebre batalla de la Primera Guerra Mundial. Mientras, mis compadres recorrerán los monumentos de Estambul que ya vi en mi breve pero intenso paso por la ciudad las pasadas Navidades.


Pero será sólo un día, el viernes volveremos a reunirnos para aprovechar la recta final del viaje en la ciudad de los dos continentes. La gloriosa y la vil, la próspera y la ruinosa, la pacífica y la humeante... La ciudad que refleja esa bipolaridad del ser humano que trasciende a culturas y épocas históricas, y que es capaz de construir maravillas y arruinarlas por un quítame de ahí esas pajas... Bizancio, Constantinopla... Estambul.

lunes, 29 de julio de 2013

Las puertas del infierno

Si algo tiene de particular Turquía es su accidentada geografía y su geología variopinta. Una semana después de contemplar desde el aire las fantásticas formas de las chimeneas de las hadas de la Capadocia, hemos aterrizado en Pamukkale, una aldea que aúna un tipo de formación de piedra caliza y travertina, prácticamente única en el mundo, con algunas joyas arquitectónicas romanas y helenísticas.

El viaje ha sido un poco más tedioso de lo normal. Y el chófer de nuestro minibús no ha tenido ni medio escrúpulo en llevarnos directamente al hotel de su hermano para intentar encalomarnos. Lo ha conseguido, pese a las reticencias de Edu. Después de un rato de negociación, hemos pasado por el aro de la picaresca, que en el fondo une a todos los mediterráneos, y hoy dormimos ahí. Nos había hecho una buena oferta, y con su cara de Jack Nicholson cetrino nos ha conquistado. Eso sí, mientras negociábamos, el resto del minibús esperaba varado bajo un sol de justicia. El conductor ha apaciguado al resto de viajeros -todos surcoreanos-, con canciones en japonés que ha aprendido a lo largo de su vida de encalomador. En el fondo tenía gracia el hombre.

Los griegos vieron en Pamukkale ("Castillo de Algodón" en turco) el lugar idóneo para edificar una importante ciudad 180 años antes de nacer Cristo. La llamaron Hierápolis, la ciudad sagrada.

La montaña en la que se estableció la urbe es tan lisa, reluciente y blanca, que de no ser por el calor pegajoso que reina en esta época, un viajero poco informado podría pensar que está compuesta en su totalidad de hielo. Sin embargo, su aspecto es fruto de los sedimentos que durante miles de años han dejado las aguas termales que brotan de sus entrañas y empapan sus laderas formando piscinas naturales y estalactitas.

Los romanos heredaron la ciudad de los griegos y la equiparon a su gusto con templos, un impresionante teatro para 20.000 personas, y un balneario que atraía a los nobles de todo el Imperio. Por todo ello, este lugar fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1988.


Nuestros antepasados creían que de una de sus cuevas salían los gases hediondos del dios Plutón, y no tardaron en considerar aquel agujero como una de las entradas del mismo Infierno. Aprovechando aquella creencia, los sacerdotes de la época arrojaban animales vivos para verlos palmar al inhalar el CO2 que brotaba desde el inframundo. Quién sabe si no pedían luego cuantiosas ofrendas bajo la amenaza de extender los ponzoñosos gases. Igual que en el cómic "El Adivino", de mi admirado héroe Astérix.

A las aguas termales que aprovecharon los romanos, les sacan ahora partido los turcos. Una vez pagada la entrada de la ciudad, creíamos que teníamos derecho a chapotear en una curiosa piscina cuyo fondo son restos marmóreos de aquellos tiempos. Su aguas están a 35 grados y fluyen junto al teatro. 

Puestos los bañadores y listos para saltar a las aguas termales, un vigilante nos ha parado en seco pidiendo las treinta y pico liras preceptivas. Un nuevo encalome de extras. Se ve que los habitantes de por aquí son herederos de los sacerdotes aquellos de los romanos. Por supuesto hemos optado por darnos un paseo y meter los pies en las piscinas naturales -y gratuitas- de la montaña.

En el teatro nos hemos cruzado con tres coreanitas que han vuelto a solicitarnos una foto. Esta vez he sido yo el elegido. Horas antes, unas compatriotas suyas nos habían preguntado si éramos turcos. Estamos morenos y mal afeitados, así que intuyo que nos meten en un mismo saco a todos los mediterráneos. Como cuando nosotros llamamos chinos a cualquiera de ojos un poco rasgados.

Esta noche nos retiraremos pronto al catre. Pamukkale es un pueblo polvoriento rodeado de campos de cereal y montañas que me ha recordado a ciertas aldeas de Castilla. Mañana el madrugón volverá a ser atroz. Las distancias en este país son una locura, y cada día nos metemos tal pechada de kilómetros que a estas alturas nos hubiéramos cruzado ya tres o cuatro veces España. 

Mañana a las cinco y media de la mañana parte el tren que nos llevara hasta Éfesos, otra ciudad en ruinas, pero extremadamente bien conservada. Para algunos la mejor de Europa. 

Antigua capital de la provincia romana de Asia, mañana pasearemos por sus calles, templos, teatros, bibliotecas, letrinas y hasta burdeles. Aún recuerdo nuestro interraíl de 2007, que nos llevó hasta Pompeya. 

Si Éfesos se parece algo a aquella malograda ciudad, y sabiendo lo poderosa que puede ser nuestra imaginación, ahora que la realidad mundana nos queda tan lejos como la Antigua Roma, creo que vamos a disfrutar como enanos. Como romanos enanos.