lunes, 29 de julio de 2013

Las puertas del infierno

Si algo tiene de particular Turquía es su accidentada geografía y su geología variopinta. Una semana después de contemplar desde el aire las fantásticas formas de las chimeneas de las hadas de la Capadocia, hemos aterrizado en Pamukkale, una aldea que aúna un tipo de formación de piedra caliza y travertina, prácticamente única en el mundo, con algunas joyas arquitectónicas romanas y helenísticas.

El viaje ha sido un poco más tedioso de lo normal. Y el chófer de nuestro minibús no ha tenido ni medio escrúpulo en llevarnos directamente al hotel de su hermano para intentar encalomarnos. Lo ha conseguido, pese a las reticencias de Edu. Después de un rato de negociación, hemos pasado por el aro de la picaresca, que en el fondo une a todos los mediterráneos, y hoy dormimos ahí. Nos había hecho una buena oferta, y con su cara de Jack Nicholson cetrino nos ha conquistado. Eso sí, mientras negociábamos, el resto del minibús esperaba varado bajo un sol de justicia. El conductor ha apaciguado al resto de viajeros -todos surcoreanos-, con canciones en japonés que ha aprendido a lo largo de su vida de encalomador. En el fondo tenía gracia el hombre.

Los griegos vieron en Pamukkale ("Castillo de Algodón" en turco) el lugar idóneo para edificar una importante ciudad 180 años antes de nacer Cristo. La llamaron Hierápolis, la ciudad sagrada.

La montaña en la que se estableció la urbe es tan lisa, reluciente y blanca, que de no ser por el calor pegajoso que reina en esta época, un viajero poco informado podría pensar que está compuesta en su totalidad de hielo. Sin embargo, su aspecto es fruto de los sedimentos que durante miles de años han dejado las aguas termales que brotan de sus entrañas y empapan sus laderas formando piscinas naturales y estalactitas.

Los romanos heredaron la ciudad de los griegos y la equiparon a su gusto con templos, un impresionante teatro para 20.000 personas, y un balneario que atraía a los nobles de todo el Imperio. Por todo ello, este lugar fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1988.


Nuestros antepasados creían que de una de sus cuevas salían los gases hediondos del dios Plutón, y no tardaron en considerar aquel agujero como una de las entradas del mismo Infierno. Aprovechando aquella creencia, los sacerdotes de la época arrojaban animales vivos para verlos palmar al inhalar el CO2 que brotaba desde el inframundo. Quién sabe si no pedían luego cuantiosas ofrendas bajo la amenaza de extender los ponzoñosos gases. Igual que en el cómic "El Adivino", de mi admirado héroe Astérix.

A las aguas termales que aprovecharon los romanos, les sacan ahora partido los turcos. Una vez pagada la entrada de la ciudad, creíamos que teníamos derecho a chapotear en una curiosa piscina cuyo fondo son restos marmóreos de aquellos tiempos. Su aguas están a 35 grados y fluyen junto al teatro. 

Puestos los bañadores y listos para saltar a las aguas termales, un vigilante nos ha parado en seco pidiendo las treinta y pico liras preceptivas. Un nuevo encalome de extras. Se ve que los habitantes de por aquí son herederos de los sacerdotes aquellos de los romanos. Por supuesto hemos optado por darnos un paseo y meter los pies en las piscinas naturales -y gratuitas- de la montaña.

En el teatro nos hemos cruzado con tres coreanitas que han vuelto a solicitarnos una foto. Esta vez he sido yo el elegido. Horas antes, unas compatriotas suyas nos habían preguntado si éramos turcos. Estamos morenos y mal afeitados, así que intuyo que nos meten en un mismo saco a todos los mediterráneos. Como cuando nosotros llamamos chinos a cualquiera de ojos un poco rasgados.

Esta noche nos retiraremos pronto al catre. Pamukkale es un pueblo polvoriento rodeado de campos de cereal y montañas que me ha recordado a ciertas aldeas de Castilla. Mañana el madrugón volverá a ser atroz. Las distancias en este país son una locura, y cada día nos metemos tal pechada de kilómetros que a estas alturas nos hubiéramos cruzado ya tres o cuatro veces España. 

Mañana a las cinco y media de la mañana parte el tren que nos llevara hasta Éfesos, otra ciudad en ruinas, pero extremadamente bien conservada. Para algunos la mejor de Europa. 

Antigua capital de la provincia romana de Asia, mañana pasearemos por sus calles, templos, teatros, bibliotecas, letrinas y hasta burdeles. Aún recuerdo nuestro interraíl de 2007, que nos llevó hasta Pompeya. 

Si Éfesos se parece algo a aquella malograda ciudad, y sabiendo lo poderosa que puede ser nuestra imaginación, ahora que la realidad mundana nos queda tan lejos como la Antigua Roma, creo que vamos a disfrutar como enanos. Como romanos enanos.

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