viernes, 2 de agosto de 2013

El soldado Armstrong y el soldado Himmet

Anthony Armstrong y Emir Himmet son dos soldados de infantería, de 21 y 25 años respectivamente, uno australiano, el otro turco, que pudieron haberse matado el uno al otro. No sé si fue así, pero en 1915 murieron cerca de donde están ahora sepultados. 

Al poco de caer en combate, sus cuerpos fueron malamente enterrados o directamente se pudrieron al sol. Sin embargo, tuvieron una suerte de la que muchos de sus camaradas carecieron: sus restos mortales fueron recuperados y pudieron ser asociados a un nombre.
 

Ahora tienen una lápida -con cruz grabada uno y media luna el otro- y descansan junto a cientos de compañeros en una bonita colina que se inclina hacia el luminoso azul del mar Egeo. 

Cuando los he visto, a ellos y a otros miles como ellos, me han asaltado pensamientos un poco raros. Viéndolos reducidos a unas pequeñas lápidas muy similares entre sí, no he podido evitar pensar en si uno y otro se llegaron a ver las caras y, sobre todo, si realmente querían matarse.

De lo que sí estoy seguro es de que nunca supieron ni Armstrong, ni su enemigo Himmet, quién ganó la batalla que les costó la vida. Y mucho menos cómo acabó la guerra. La verdad es que no creo que ahora, cuando no queda ni el polvo de sus uniformes, la Historia, con mayúsculas, tenga mucha importancia para ellos, ya que a su historia particular le puso punto y final una bala, un trozo de metralla o la disentería.


La batalla de Galípoli fue uno de los mayores fracasos de la Armada Imperial Británica y sus aliados franceses. Fueron los turcos quienes ganaron aquel episodio, triste consuelo ante su posterior derrota final en la guerra. 

La memoria histórica permanece muy viva en ambos bandos y a aquellos muertos se les honra anualmente y se les recuerda con pulcros cementerios y enormes monumentos.

Fracasada la intentona de una conquista del estrecho puramente naval, debido a que las aguas de los Dardanelos estaban infestadas de minas acuáticas y a tiro fácil desde las baterías turcas de ambos lados del canal, las fuerzas aliadas decidieron desembarcar en varias playas de la Península de Galípoli. Creían que tomarla por tierra y asegurar así el estrecho de los Dardanelos iba a ser pan comido.


Pero se equivocaban. Aparte de enviar tropas entusiastas pero inexpertas de la ANZAC (Australia and New Zeland Army Corps), los mandos mandaron a varias unidades a las playas equivocadas, y éstas se encontraron ante sí colinas y montañas demasiado abruptas para tomarlas en un golpe de mano y coronadas por los certeros francotiradores turcos.

Además, la tardanza en desembarcar, y la indecisión previa de los mandos aliados, había permitido a los otomanos atrincherarse en montes y barrancos y levantar fortificaciones casi inexpugnables.

Así, lo que iba a ser un paseo militar se convirtió enseguida en una guerra de trincheras. Esto es: vivir como ratas en la tierra, esperar semanas, avanzar un día y retroceder al siguiente, en una escabechina diaria para ambos ejércitos.

Los muertos pronto se contaban por miles, las incursiones de uno y otro bando eran suicidios en masa en los que -en el mejor de los casos- se lograba conquistar una decena de metros que luego se perdían de igual forma. Al constante tableteo de las ametralladoras y los fusiles, se unieron las enfermedades provocadas por la mala alimentación, la falta de recursos sanitarios y los miles de cadáveres corrompiéndose en tierra de nadie, que en ocasiones no llegó a los diez metros de ancho. 


Los soldados convivían con el horror de los muertos, que con el paso del tiempo, atrajeron una plaga de moscas pertubadora y ponzoñosa.

Las imágenes heroicas y los relatos de gloria que la propaganda militar exportaba al otro lado del canal en el caso de los turcos, o al culo del mundo en el de los Australianos, en el frente no eran sino dantescas visiones de compañeros caídos, enredados en las alambradas o en la maleza, hechos papilla, hediondos, y llenos de bichos.

Después de nueve meses de batalla y casi 45.000 muertos, los aliados fueron evacuados habiendo conquistado míseras porciones de terreno. El invicto Imperio británico se fue con el rabo entre las piernas y el máximo promotor de la campaña, el ministro de la Marina, Winston Churchill, tuvo que pirarse por la puerta de atrás y dimitir. Con los años, su figura daría un vuelco como es sabido, pero esa es otra historia.

En las filas turcas, en cambio, y pese al elevado número de almas perdidas (cerca de 87.000), comenzó a sonar con entusiasmo el nombre de un teniente coronel que había dirigido brillantemente las operaciones de defensa. Se llamaba Mustafá Kemal.

Para quien no lo sepa, Kemal fue menos de una década después el líder que llevó a Turquía a la independencia como estado moderno. Desmanteló el islámico Imperio Otomano, modernizó la economía del país, lo occidentalizó, prohibió el fez, la poligamia, instauró el turco como idioma oficial desterrando el árabe, adaptó los calendarios al gregoriano, hizo de la nueva República un estado laico, alentó la  igualdad de la mujer, vistió a los turcos de europeos, les obligó a ponerse apellidos... Y murió un año antes de empezar la Segunda Guerra Mundial, (en la que Turquía no entró) adorado como un Dios y con el sobrenombre de Atatürk, "padre de los turcos".

Esa adoración sigue presente 75 años después de su muerte. En ningún país de los que he visitado, he visto un culto al líder tan extendido, repetido y -lo más importante- asumido por la sociedad civil, como en Turquía. Ni en China, ni en Jordania, ni en Cuba con el Ché, ni en ningún sitio.

Hemos visto la cara de Atatürk en mil poses diferentes, de joven, de adulto, de viejo. Con gorro turco, con chistera, de uniforme militar, en el parlamento, en el frente, a pie, a caballo. En forma de souvenir, imán, llavero o mechero. 

El busto o la estatua de Kemal preside todas las plazas, todos los parques, los paseos marítimos, algunas montañas. Las principales infraestructuras, aeropuertos, estaciones de autobús, colegios, hospitales... Llevan su nombre. 


Esta mañana he visto tres monumentales estatuas -¡tres!- en menos de 100 metros a la redonda en la ciudad de Eceabat. Cualquier tetería, tienda de colmados, banco, agencia de viajes o barco, exhibe su retrato colgado. Es más, su imagen ha sido exhibida por los jóvenes manifestantes en la plaza Takzim de Estambul recientemente, lo que no ha impedido que las autoridades les partiesen la crisma de mil sutiles maneras.

Desde hace tiempo, tengo una broma con Edu. Cada vez que veo una estatua o graffiti de Atartük, le pregunto: "¿Quién será ese?", a lo que Edu acostumbra a responder con disparates varios: "Manolo Escobar", "Zapatero", "Sancho el Fuerte"...

Pero no es la figura de este señor, al que muy pocos osan cuestionar, un tema con el que se pueda bromear demasiado. Ofender su memoria es un delito penado, y en youtube hay muchos vídeos censurados por criticar su autoritarismo y sus abusos hacia el pueblo kurdo, o por insinuar que alcohólico y homosexual.

Escribo todo esto de regreso a Estambul, donde me esperan mis amigos. El día ha sido una sobredosis de Historia y me tenía que desquitar. Esta mañana, antes de ver las playas del desembarco, las trincheras y los cementerios, he visitado un museo militar que gestiona la armada turca. 

Me ha vendido la entrada un marinero aburrido que me ha hecho la guía a bordo de uno de los acorazados que defendían el estrecho en 1915. Después del barco he entrado al museo, que se encuentra en el interior de un fuerte edificado por Solimán hace quinientos cincuenta años. 

Era temprano, las nueve y media de la mañana, y no había nadie en el lugar salvo yo. He podido ver las diferentes armas de la Primera Guerra Mundial: máusers, ametralladoras, bayonetas, balas que chocaron en el aire, pesadas minas subacuáticas, piezas de artillería, cañones, uniformes y otros pertrechos.

Acabada la planta baja, he subido por unas escaleras de hierro al segundo piso. En el oscuro altillo del pétreo fuerte, habían dispuesto la recreación de la vida en las trincheras de Galípoli: sacos terreros, fusiles, madera y maniquíes ataviados con los uniformes de la época. Sólo faltaba el ruido de los disparos.

Lo extraño era que únicamente estaban encendidas las tenues luces de emergencia, que sumían a la escena en una penumbra un poco siniestra. En estas andaba, cuando me acerco a una de las trincheras turcas y observo a los soldados sin vida en sus quehaceres en el frente. Uno limpia su bayoneta, otro apunta hacia la posición enemiga, otro observa a través de los prismáticos, y un oficial inexpresivo parece dar órdenes a nadie desde el puesto de mando. 

Y justo a un metro y medio de mis pies, recostado en el suelo del parapeto, un quinto soldado. Lo miro despreocupadamente y de repente se mueve, da un respingo y se yergue azorado, como si hubiese aparecido a pasar revista el mismísimo Atatürk. 

El susto ha sido mayúsculo, pero también lo ha sido la risa al comprobar que era un pobre marinero como el de la entrada. Éste se encontraba de guardia en el intransitado museo, y le he despertado de una siesta mañanera. Al pobre infeliz lo habían vestido de uniforme caqui, igual que a los maniquíes, con gorro y polainas incluidas. He optado por retirarme enseguida y dejarle descansar de tanto combate.

Poco después, mientras cruzaba el estrecho en ferry, he conocido a una anciana inglesa afincada en Grecia. Hemos hablado de la situación en el país heleno y en España. Luego me ha preguntado si me gustaba viajar y al saber que sí, me ha dado la dirección web de su hijo, -que tiene un club de viajeros que comparten experiencias-, instándome a que me haga socio.

Al decirle que era profesor, ella me ha contado que también lo fue en Londres, en la universidad. Estudió Historia Militar, por lo que su visita a Galípoli tenía mucho sentido. Antes de que se lo preguntara, la buena mujer se ha apresurado a explicarme el porqué: "Estudié Historia Militar porque odio las guerras. Hay que profundizar en ellas para intentar entender el porqué". 

Al decir "el porqué", no hablaba la señora de las causas históricas de una contienda. Hablaba de un "Why?" mucho más profundo, casi existencial. Aquel que busca explicar esa naturaleza tan antinatural del ser humano, la que le ha movido siempre a cargarse al prójimo, sea en Galípoli, Troya, Teruel, Stalingrado, o Siria. 

Rumbo al campo de batalla, buscaba la buena mujer (sin éxito) encontrar la solución al enigma. "¿Por qué?", ¿Por qué habían de clavarse una bayoneta en el vientre dos jóvenes nacidos uno en cada punto de la Tierra? ¿Por qué no les permitieron conocerse en algún viaje, en algún lugar y circunstancia diferente? Lejos del olor a pólvora y a muerto. Lejos de las órdenes anónimas de hacerse picadillo mutuamente.

Desgraciadamente no la hay, pero estoy seguro de que una respuesta a esas preguntas permitiría a los soldados Armstrong y Himmet descansar juntos y definitivamente en paz. Mucho más que los mausoleos, los grandes lemas, los homenajes, y las banderas.

2 comentarios:

  1. Jo Mikel, qué pedazo de texto...¿Y esto haces estando de vacaciones? Me da miedo pensar qué harás cuando trabajes... Gonzalo, por la parte de la Historia, estará orgulloso, y yo, por la parte de la ética, también. Qué pasada, sigue así. Un abrazo fuerte...¡y otro a tus compinches vacacionales!

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  2. Jorge!!! Qué tal maestro??? Pues la clave para escribir semejante tocho es sólo una: muchas horas de viaje en autobús, jeje.
    La verdad es que me entretiene cosa mala, aunque igual un texto más corto sería más digerible.
    Abrazo a mis compinches y te mando otro fuerte a ti y a tu familia.

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