jueves, 1 de agosto de 2013

Juegos de guerra

Mis amigos han llegado ya a la meta. Desde esta noche disfrutan de las callejuelas de Estambul mientras yo apuro un té en una terracita de la ciudad de Çanakkale, mucho más al Sur, a las puertas del estrecho de los Dardanelos. Es una ciudad bulliciosa, viva, llena de estudiantes, con mucho ambiente, un paseo marítimo muy agradable y una puesta de sol deliciosa. Sin embargo, mis compadres no habían estado nunca en la antigua Bizancio, y frente a ella, les parecía prescindible la visita del lugar donde me encuentro. Lógico.


Durante los últimos dos días de viaje juntos, la tónica ha sido la habitual: grandes pechadas de autobús, algún baño en la mar, y anécdotas divertidas con las personas de una zona, esta de Tracia, muy alejada del turismo que encontramos Capadocia o Fethiye.

Hace tiempo que no vemos extranjeros y ayer, en una chiva que nos llevaba entre pedregales hasta un ferry que debíamos tomar, hice de improvisado revisor, cobrando el billete a todo quisqui. El motivo era que el minibús iba atestado y a mí me había tocado viajar de pie casi encima de la palanca de cambios del chófer, a quien pasaba yo las monedas de los pasajeros cada vez que subía uno al vehículo.

Por otra parte, no será fácil de olvidar la escena del desquite de Alfredo con las apuestas. Esta mañana, me ofreció las cien liras que se ganó hace tres jornadas por meter la cara en un postre repugnante y denso, y me vi obligado a fabricarme -y tragar- un repugnante bocado a base de yema de huevo reseca, miel y pepino revenido. El caso es que he recuperado la panoja.


Lo del pepino tiene guasa, porque lo encontramos en la gastronomía turca más incluso que el cordero. En todos los desayunos incluyen este fruto de la huerta, también presente en almuerzos, comidas y cenas. Todos los días nos tragamos unas buenas raciones de pepináceo de buena mañana. Por supuesto, nos pegamos el resto del día repitiendo, y ya hay alguno de nosotros que lo aborrecerá hasta dentro de un buen tiempo.

El de la cena que acabo de despachar lo he dejado en el plato, ya que, entre las especias, la cebolla y la carne de Kebab, en mi estómago a empezado una cruenta batalla que no sé a ciencia cierta cómo acabará. Precisamente, de batallitas quería hablar hoy, que para eso me he venido hasta aquí.

Acabo de visitar una réplica del caballo de Troya, cuyas exiguas ruinas se encuentran a escasos kilómetros del lugar donde me hallo. Este caballo concretamente es el que fue utilizado en la célebre película "Troya". Gracias a él, Brad Pitt y compañía se colaron de tapadillo tras los muros de la ciudad y pasaron a cuchillo a los pobres súbditos del rey Príamo. Espero no haber fastidiado a nadie el final de la peli. Y si es así, que hubiera leído antes a Homero.


Quizás menos famosa, pero igual de cruenta, fue la Batalla de Galípoli. Con ese nombre la conocen en Australia y Nueva Zelanda. Los ingleses la recuerdan como Campaña de los Dardanelos, mientras que para los turcos es la Batalla de Çanakkale. Estoy a quince minutos en ferry del escenario de la contienda, en el lado asiático de una de la fronteras marítimas entre Europa y Asia. Este estrecho se llama de los Dardanelos y separa el Egeo del pequeño mar de Marmara, cuyas olas, mucho más al Norte, rompen en las rocas de Estambul.

Históricamente, cualquier armada que quiso conquistar Constantinopla, supo que la llave para hacerlo era este brazo de mar. Así lo creía firmemente el que fuera ministro de Marina británico Winston Churchill.

Es por ello que en la primavera de 1915, apenas un año después del comienzo de la Primera Guerra Mundial, Churchill decidió atacar a los otomanos donde más les podía doler. Estratégicamente, además de facilitar la conquista naval de Estambul (entonces aún Constantinopla), tomar el control del estrecho permitiría a anglosajones y franceses abrir una brecha de abastecimientos para su decrépita aliada rusa a través de los Dardanelos, Marmara, el Bósforo y el mar Negro. La todavía Rusia de los Zares, por aquel entonces, se defendía malamente, -con escaso armamento y baja moral-, del hostigamiento implacable de las potencias centrales de Europa.


Dispuestas las fichas sobre la mesa, el Imperio Británico y los gabachos desembarcaron, con miles de turcos fuertemente armados esperándoles en sus trincheras y fortificaciones. Así comenzó la partida en la península que sirve de entrada al estrecho: Galípoli.

En todo eso pensaba ayer mientras jugaba al backgammon con mis amigos. Es este un juego de estrategia donde los rivales han de medir muy bien sus acciones y pensar en las futuras consecuencias que estas pueden traer consigo. 

Así por ejemplo, alguien puede optar por desprotejer sus fichas para obligar al contrario a hacer lo mismo y entablar una batalla con los dados como artillería. Otras veces conviene cerrar las puertas de acceso del enemigo, otras atacar y comerte a todos los soldados contrarios que puedas, otras esperar pacientemente a que estos se confíen, como en Troya... 

Imagino que en esas cábalas estarían Churchill y los almirantes de uno y otro bando hace casi cien años: calculando movimientos, desembarcos, posiciones defensivas, estimando el coste de bajas de cada una de las acciones, intentando anticiparse al enemigo...

La triste diferencia con este milenario juego, como muy bien denuncia la gran película de Stanley Kubrik "Senderos de Gloria", es que, por aquel entonces, lo que se disponía en el tablero eran seres humanos.


No sé si existen las guerras justas, aunque siempre me ha resultado difícil creer en tal concepto. De lo que sí estoy seguro, es de que no hay nada peor que alguien con responsabilidad sobre vidas humanas jugando desde un despacho con fichas que, aunque a veces cueste recordarlo, tienen alma.


Así pues, mañana visitaré el inmenso backgammon que resultó ser la península de Galípolli. Ahora la contemplo al otro lado del estrecho, tomando una cerveza y viendo pescar a viejos que nacieron años después de la batalla.

Pese a que la artillería dejó de retumbar hace casi un siglo, en la península aún permanece el testimonio mudo de las trincheras. Y las osamentas de los miles de soldados de uno y otro ejército que perecieron en ellas reposan en inmensos cementerios militares. 

Quién y cómo ganó la partida, y cuales fueron las consecuencias históricas, lo contaré en el próximo capítulo. Pero será sobre el terreno, después de comprobar "in situ" el elevado precio que pagaron sus jugadores.


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