domingo, 4 de agosto de 2013

Lacrimógeno fin de viaje

Esta mañana escribo mi última entrada desde el bullicioso aeropuerto de Ámsterdam. Mis amigos hacen escala en Roma, y dentro de un buen rato nos veremos en Madrid. Todos estamos ya de nuevo en Occidente. En la Cristiandad, que decían antes. Hemos hecho como tres o cuatro veces el camino que tuvo que recorrer Ulises tras la Guerra de Troya. Por suerte, en nuestra Odisea no ha habido ni sirenas, ni dioses vengativos, ni Polifemo alguno.

Estamos muy cansados, eso sí. La última noche, -ayer-, la pasamos en vela, repartida entre algún bar de Estambul y un breve tránsito por el aeropuerto. 

Lo bueno de viajar tan sumamente deshecho es que los trayectos en avión se te pasan volando (nunca mejor dicho): llegas a tu asiento en Estambul, desenchufas el coco antes siquiera de despegar, y abres el ojo en Europa, como si te hubieras teletransportado. Eso sí, generalmente te despiertas con dolor de cuello y babica en las comisuras.

Ayer, vistos los monumentos obligados, el día transcurrió entre paseos, compras varias, unos cuantos tés y algo de acción al caer la tarde. Nos alojábamos cerca de la ya famosa plaza de Taksim, junto a la torre Gálata, en un barrio empinado cuyo ambiente y aspecto recuerdan mucho a Malasaña. Y donde precisamente ayer hubo jaleo:

http://www.latercera.com/noticia/mundo/2013/08/678-536150-9-policia-turca-vuelve-a-reprimir-violentamente-protestas-en-plaza-taksim.shtml

Desde el hace un par de meses, en esta plaza, su aledaño parque Gezi, y alrededores, se vienen sucediendo diversos disturbios que han ocasionado miles de heridos y cinco muertos en todo el país. Todo comenzó por la decisión del islamista Gobierno de Erdogan de destruir la plaza y el parque mencionados -históricos escenarios de las demandas ciudadanas- para construir en su lugar un enorme centro comercial.


Así pues, el 27 y 29 de mayo, miles de jóvenes, en una suerte de movimiento indignado como el que se dio en nuestro país hace tres años, salieron a la calle para protestar pacíficamente por la polémica decisión. Ante la brutal represión de las autoridades, criticada duramente por la Comisión Europea, y buen reflejo de las maneras del primer ministro, las protestas para salvar la plaza se convirtieron en un grito en contra de su autoritarismo, de la falta de democracia en Turquía, y de las numerosas violaciones de los derechos humanos que son registradas cada año por organismos oficiales internacionales.


Pronto, el movimiento ciudadano se expandió por todo el país, incluida la capital Ankara, y Erdogan no se despeinó un pelo al ordenar que el jaleo fuese disuelto frenéticamente a palos, chorros de agua a presión, gas lacrimógeno y pimienta, y bolazos de los que van a dar. Hace unas semanas relajó tímidamente la fuerza represiva, -o aparentó hacerlo- ante las protestas de la comunidad internacional, pero los detenidos se cuentan por miles.

Y así siguen. Cada cierto tiempo hay alboroto, la policía toma el barrio, cierra los accesos a la plaza y reparte leña en Taksim.

El caso es que ayer nos topamos de lleno con la movida mientras caminábamos por una populosa avenida peatonal que desemboca en la emblemática plaza.

Lo curioso fue que eran muy pocos los metros que separaban el enfrentamiento de policías y manifestantes, de la vida cotidiana de vendedores callejeros, tiendas de ropa y terrazas. Éstos seguían con sus quehaceres mundanos hasta que la masa de gente y agentes antidisturbios se les venía literalmente encima y tenían que echar el cierre o pirarse un rato. Violencia y paz. Revolución y normalidad. Como siempre, las dos caras de Estambul.


Nosotros, por nuestra parte, tuvimos que correr. Vimos arder basura y a encapuchados arrojar botellas. La tanqueta de agua a presión nos pasó cerquita, igual que los policías en formación hoplita, y los restos del gas lacrimógeno lanzado contra los indignados hicieron que nosotros y media calle nos pegásemos llorando y tosiendo un buen rato. 


Nada que no se solucionase saliendo por patas, doblando una esquina y tomando un buen té en compañía de Franki y Aldara, con quienes volvimos a reunirnos antes del adiós definitivo. Mientras en la calle principal se daban estopa y se sucedían más carreras que en la Estafeta, a pocos metros, en un callejón perpendicular, nosotros nos comportábamos como los estambulitas: hacer como si nada y jugar tranquilamente al backgammon a la espera de que amainase la tormenta.


Y así fue, pasado un tiempo pudimos por fin llegar a la plaza, entre los restos humeantes de la batalla, con algunos jóvenes esposados a ambos lados de la calle. La descubrimos absolutamente vacía de gente, salvo por decenas de antidisturbios. Formaban un cordón policial del que sólo se zafó un niño pequeño distraido al que poco le importaba, porque aún no tiene el gusto, lo que tenga que decir la autoridad. Me gustó hacer esa foto.


Sin embargo, sin un solo ciudadano dando vidilla a la plaza, la verdad es que esta era una sosez birriosa. Ayer ganó Erdogan.

Fue una experiencia más en un país que nos ha deparado muchas y muy diversas. Historia, paisajes inolvidables, y gentes abiertas, amigables, mediterráneas, y no muy diferentes a nosotros. Un país que conocí en enero brevemente durante una escala desde África, y que me propuse descubrir junto a mis amigos. 

Descubierto está, y con muy buen balance, especialmente en lo relativo a la compañía. Mario, Janfri, Edu, gracias por hacerme un hueco en vuestros macutos.


En todos los viajes que hago con mis compadres, hacia el final siempre salen propuestas para próximos destinos. Ahora toca recuperar fuerzas, pero pronto pondremos la brújula encima de la mesa. Por lo que se va comentando, creo que en próximas odiseas seguiremos tomando rumbo Este. Mucho más al Este...

Allí nos vemos.

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